En Las bailarinas no hablan (Reservoir Books), Florencia Werchowsky narra las peripecias del mundo “real del ballet, más allá de las obviedades de los pies lastimados y las dietas imposibles”.
Medio: Clarín / Entremujeres Por Sabrina Díaz Virzi
Hay una palabra que se repite en varios momentos de Las bailarinas no hablan (Reservoir Books), la segunda y última novela de Florencia Werchowsky: sumisión. Una bailarina clásica que obedece a la madre, acata las órdenes de los maestros y se somete a las opiniones y decisiones de los coreógrafos. En una autobiografía ficcionada, narra peripecias en un ámbito desconocido para la mayoría de los mortales que, con lucidez, trasciende las obviedades de los pies lastimados, las exigencias desmedidas y las dietas imposibles que ya vimos en El Cisne Negro.
Aquí, esta exbailarina que se desempeñó como periodista cuenta la experiencia de una adolescente que deja su pueblo natal rionegrino para radicarse junto a su madre en el centro porteño y cumplir así con ¿su? sueño (y el de su madre y su primera maestra) de entrar al Instituto Superior de Arte del Teatro Colón.
“La bailarina de ballet es un instrumento, una herramienta que tiene que responder a las instrucciones y tener siempre su cuerpo dispuesto a las exigencias de la disciplina. En esa disposición, el habla –que es la forma de expresión personal- está cercenada porque su expresión es la expresión de otros a través de su cuerpo”, dice Werchowsky a Entremujeres/Clarín.
En la novela, como en el mundo “real” del ballet, los hombres gozan de la ventaja de lo escaso: como están –siempre estuvieron- “en extinción” se los cuida y se los conserva, porque los niños que arrancan a bailar también deben sobreponerse a los prejuicios que acompañan a un varón con calzas. “Si bien históricamente los hombres tuvieron posiciones de liderazgo, me da la sensación que hoy en el ballet esto está un poco más equilibrado. Sin embargo, a los hombres no les gusta perder sus espacios y hace que las mujeres que se encuentran en una posición dominante tengan que enfrentarse a injusticias”, comenta la escritora, cuyo primer libro –El telo de papá (2013)- también se encargó de desandar prejuicios.
Asegura que siempre guardó un espacio de su ser para una visión distante de lo que vivía. Así, podía ver el costado casi ridículo de una maestra salteña que afrancesó el nombre y el acento para ser más reconocida o la innumerable cantidad de tuppers de comida y logística imposible que “facilitaban” que ella aprendiera a bailar. “Todos esos valores de extrema disciplina contradecían lo que había aprendido en casa y, si bien siempre tuve una mirada crítica, durante mucho tiempo hice la vista gorda para poder salir adelante (si estás todo el tiempo en crisis con lo que estás haciendo, mejor mandate a mudar)”, dice Florencia. “Pero nunca pude creérmela del todo. Creo que desde esa desconfianza es desde donde me atreví a juzgar y poner todo en perspectiva”.
Transversalmente, la novela relata la historia de las últimas tres décadas del Teatro Colón, pero con un enfoque íntimo: los laberintos húmedos y los camarines compartidos y los nervios del estreno y los obreros que se cruzan con artistas. En esos años hubo algunos aires de cambio: “Mi sensación es que ahora se baila mucho más. El baile llegó a la tele, y eso lo democratiza: es aceptable que un varón baile, que una gorda baile, que una enana baile. Se convirtió en un tipo de disciplina más abierta, permeable, democrática… Creo que hoy hay personas que acceden a bailar que antes probablemente no hubiesen podido hacerlo”. Y agrega: “Creo que ese fenómeno –que no es tan reciente, pero lo estamos viendo más- sitúa a la danza clásica como parte de una disciplina de formación. Entonces, desde ese lugar, tal vez en algún momento haya un acercamiento más desprejuiciado sobre la danza. Me parece que está cambiando, pero todavía no sé muy bien hacia qué lugar”.
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