Marzo de 1993. Para las de tercero, las chicas de primer año nos parecían iguales entre sí, indistintas; las mirábamos con la misma superioridad con la que nos habían mirado a nosotras las más grandes, cuando estábamos en ese lugar. Las nuevas, en general, eran todas la misma hasta que alguna destacaba. En ese grupo de primer año de la carrera de danza del Teatro Colón estaba Ludmila Pagliero. Me llamaba la atención su nombre que sonaba a Pagliaro y a Pagliacci, y también los ojos muy claros y demasiado grandes para ese cuerpo. ¿Qué pensaría ella de mí? Probablemente para las de primero, las de tercero representábamos una misma amenaza uniforme. Noviembre de 2016. Vuelvo a cruzarme con Ludmila, de nuevo en el Teatro Colón. Ella está sobre el escenario, protagonizando La Bayadera junto a Herman Cornejo (¡mi compañero de curso!), primer bailarín del American Ballet Theatre, y yo acomodada en mi butaca de espectadora con suerte: ver a esos dos juntos es un privilegio. Entre aquella nena de primer año y esta primera bailarina ocurrió una aventura vertiginosa, su vida en el ballet: desilusiones, trabas, cambios de rumbo, logros, premios. Ni en mi más afiebrada ficción sobre el mundo de la danza podría haber escrito un destino como el suyo, con el final (que es, en realidad, un comienzo) de su nombramiento como étoile de la Ópera de París –consecuencia del hecho heroico que quedará en la historia: reemplazó a una bailarina principal preparando el rol en pocas horas–, con el Benois de la Danse, con el reconocimiento global conseguido a fuerza de talento. Qué lejos estábamos las de tercero de advertir en 1993 que de entre esas nenas que eran todas la misma, la de los ojos fuera de escala sería también una fuera de serie.
09/07/2017
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