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Diario La voz del interior




Por Demian Orosz


Florencia Werchowsky conoce desde adentro el mundo del ballet clásico. Se formó en la escuela del Teatro Colón hasta los 17 años. Su novela Las bailarinas no hablan explora ese mundo lleno de exigencias y claroscuros en una historia que cruza los recuerdos con la ficción. “Intento trabajar con libertad kamikaze”, dice la autora.


Series y películas sobre el ballet clásico suelen ofrecer con frecuencia una imagen que produce escalofríos. Los retratos de ese mundo son una versión leve del infierno, una hoguera de vanidades y disputas entre nenas y chicos sobre exigidos que tarde o temprano se quiebran. Atrocidades naturalizadas y un culto al sacrificio que involucra cancelar emociones y deseos parecen no dejar lugar a nada que distraiga del camino que lleva a la perfección.


Las bailarinas no hablan se ajusta y a la vez se distancia de esa visión. “No es una novedad que la carrera de bailarina clásica es terrible, que el ambiente es denso, que los celos y la competencia son moneda de cambio. Pero esos no son mis recuerdos ni la novela es un álbum que los compendia”, define Florencia Werchowsky (1978). En su segundo libro, la escritora argentina vuelve a sumergirse en un tramo de su vida para rememorar, torcer o inventar un pasado que la ficción saca a bailar con total libertad.

Después de El telo de papá (2013), su primera novela inspirada en las historias dentro y en torno de un hotel alojamiento que su padre tuvo en la Patagonia, la narradora y periodista retoma en clave literaria sus años como bailarina en la escuela del Teatro Colón. Lo hace con una destreza narrativa que produce delicias, imágenes nítidas y momentos de humor inteligente, con frases que bailan para hacer hablar a ese microcosmos y también para interrogar los avatares sociales que lo atravesaron.


–Tanto tu debut literario, “El telo de papá”, como “Las bailarinas no hablan” se incrustan con sus propias modulaciones en el amplio panorama de la autoficción. ¿Podés definir qué te atrae de ese género, o por qué tus novelas se alimentan de episodios de tu vida? –Las razones van mutando mientras voy escribiendo, mientras aprendo a escribir. Cuando empecé a trabajar en El telo de papá, tenía encima un anecdotario probado y aprobado en fiestas, en reuniones. Contaba historias para hacer nuevos amigos, para llamar la atención. Me iba bien, me pedían más y las inventaba. Tantas veces me dijeron “Con esto podés escribir un libro” que me senté y lo escribí. Con Las bailarinas no hablan, en cambio, me motivó la posibilidad de mostrar el lado B de la institución cultural más prestigiosa del país y que por haber pasado tantos años ahí, como alumna de la carrera de danza y como bailarina profesional, tenía una perspectiva privilegiada para hacerlo.


–”El recuerdo y la ficción empiezan a llevarse bien para construir algo”, referís en una nota. ¿Cómo trabajás esos niveles?¿Están dosificados de acuerdo a algún plan?


–Intento trabajar con libertad kamikaze, tirándome al vacío sin respetar formatos, fórmulas, realidades o fantasías. Todo por el texto. No me importa qué pasó realmente, qué inventé, uso indistintamente lo que tengo a mano: recuerdos verdaderos, reconstrucciones ambiguas del pasado, invenciones totales.



Política en danza


–En tus dos novelas hay un filamento político, una atención al contexto y una crónica social. ¿Reconocés esa veta? ¿Es parte de tu mirada?

–Crecí en una familia militante, el tamiz de nuestra realidad siempre fue político y las historias que escribo utilizan ese filtro para existir. Además, ¿cómo podría contar la historia de un telo de pueblo o la de una bailarina en el Colón sin hablar de las circunstancias políticas que le dan estatus a esos lugares? El telo (los telos en general) y el teatro Colón son instituciones con un peso simbólico propio justamente por el rol que van cumpliendo en los diferentes escenarios políticos, a través de la Historia: el telo como posibilitador consensuado de lo prohibido, el Colón como nave insignia de la excelencia de ciertas tradiciones artísticas.


–Películas como “El cisne negro” o series como “Flesh and Bone” han definido la idea que el público tiene del ballet. La exigencia es brutal y la competencia, una relación casi natural… Todo parece llevar directamente a la frustración. ¿Cómo fue en tu caso?


–La vida de la bailarina es mucho más rica y sinuosa que esas historias tan lineales, tan maniqueas que se cuentan y que en general tienden a subestimarla. Como si su único deseo fuese ser Odile-Odette (de El lago de los cisnes), como si no hubiese una exploración emocional ni una pulsión expresiva en su arte. Por eso me interesaba contar la perspectiva de una bailarina con todas sus contradicciones, limitaciones y sus hallazgos. Una mina que empieza soñando con el tutú y termina enroscada en la lucha sindical dentro del Colón y al mismo tiempo, ninguna de las dos partes de la historia es tan así: ni el sueño del tutú es tan típico, ni su involucramiento con los reclamos es tan comprometido. Me interesaba mostrar que una bailarina del Colón es, a fin de cuentas, una empleada pública.


–También mencionás una idea romántica del fracaso que es parte del mundo en el que se vive cuando se baila. ¿Es en ese lugar donde se ubica la mayoría de las bailarinas y bailarines, los que no son primeras figuras?


–Me parece que el fracaso como destino posible, como idea de futuro, es más inherente a la narradora que a su carrera de bailarina. La narradora de El telo de papá también se para en el borde del fracaso para contar su historia. Militar en la mediocridad es su forma de rebelarse ante los estándares de su generación y el mandato globalizado del éxito individual y la felicidad.


–¿Qué es el Charco de los cisnes?


–Me interesó la idea de contar la historia del Colón a partir de sus lesiones: la restauración, los vidrios rotos, el vandalismo infantil de rayar y roer de los estudiantes del Instituto. En esa búsqueda inventé una pérdida de agua que nunca se arregla y la bauticé “El charco de los cisnes”.


–Vos dejaste de bailar a los 17 años. La Florencia de ficción sigue hasta los 30. ¿Una fantasía cumplida, justicia poética?


–Necesitaba tener una narradora adulta y profesional del ballet para llevar al lector a los pasillos del Colón. Ni fantasía ni justicia poética, me temo.


–¿Seguís vinculada de alguna manera al ballet? ¿Como espectadora?


–Siempre. Veo ballet, voy al Colón, tengo amigos que bailan y son geniales y voy a verlos cada vez que puedo. Además, la presentación de Las bailarinas no hablan fue en el Centro de Experimentación del Teatro Colón, que era la última puerta por la que me faltaba entrar (empecé por las laterales para ir al Instituto, entré por la calle Cerrito cuando fui profesional y mil veces como público por Viamonte, por Libertad, por Tucumán). Me acompañaron Martín Kohan, Ariel Schettini y Señorita Bimbo y entre los tres hilvanaron una charla deliciosa y delirante.


–¿Estás escribiendo literatura en este momento? ¿Sabés qué es lo que sigue? ¿Otra autoficción?


–El futuro es un campo minado de incertidumbres. Ahora dedicada a Las bailarinas no hablan, me acaban de avisar que ya sale la tercera edición, así que estamos todavía de luna de miel.



Perfil


Del baile a la escritura Florencia Werchowsky se formó como bailarina clásica en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, hasta los 17 años. A los 21 entró a trabajar en el diario Clarín. También colaboró con Rolling Stone, dirigió la revista D’Mode, fue columnista en el programa de radio La Bestia Pop y editora en la revista TXT, dirigida por Adolfo Castelo. Desde 2008 trabaja como creativa publicitaria. Publicó dos novelas: El telo de papá (2013) y Las bailarinas no hablan (2017).


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