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El cuerpo del bailarín, al desnudo

Por Constanza Bertolini Para La Nación




David tiene 31 años y Luciana, ocho más, pero no los aparenta. Los dos son de baja estatura. Ella es hiperlaxa –con frecuencia, un brazo se le sale de lugar– y goza de una memoria prodigiosa. Él no oye de un oído –lo hace “con la piel”–, pero su musicalidad es tan envidiable como su empeine. Luciana Barrirero y David Gómez son bailarines del Teatro Colón. Como todos, tienen una familia y sueños recurrentes, dolores físicos y emocionales, días buenos y otros peores, una genética y una dieta. Y tienen un cuerpo.


¿Qué es un cuerpo para ballet? se preguntaba The New York Times a comienzos de mes en el título de una nota que enseguida avanza con una segunda cuestión: “¿Cómo es un cuerpo saludable?” Gia Kourlas, crítica de danza y autora del artículo, explica que en el ballet “la línea no se trata solo de la forma del cuerpo en el escenario. Tiene que ver con el contorno armonioso general: cómo, de la cabeza a los pies, las extremidades y el torso crean la ilusión de un alcance y una longitud continuos. El peso, con su volumen y protuberancias, incluidos, sí, los senos, juega un papel importante y puede interferir con una cualidad escultural perfecta”. Muy interesante, a lo largo de ese texto intérpretes, directores, coreógrafos y preparadores físicos de diferentes compañías de Estados Unidos repiensan e indagan cierto fenómeno que atraviesa a los bailarines en la pandemia en relación con la imagen: “Un lado incómodo y traumatizante de su forma de arte y su cultura”. Coincidentemente, por obra del azar –el azar, un factor al que el ballet rara vez deja entrar–, por esos mismos días, pero a miles de kilómetros de distancia, se estrenaba en el Festival Internacional de Buenos Aires una obra de teatro que da respuestas a varios de esos interrogantes a partir de la historia personal de sus protagonistas.



David y Luciana son los Dos bailarines desnudos del trabajo dirigido por Florencia Werchowsky que completa una trilogía escénica realizada a partir de material biográfico para revelar aspectos del mundo del ballet más allá de los estereotipos. La saga se inició con la adaptación de la novela Las bailarinas no hablan (2017), estrenada un año más tarde en el Centro de Experimentación del Teatro Colón y repuesta luego también en FIBA. Allí, los artistas adquirían voz para poner en palabras su cotidianidad. En Danza de los Estados, que subió a escena en 2019, el tema eran las etapas de la corta vida del bailarín clásico, sobre todo la última: la del retiro. Y ahora Werchowsky va directo al cuerpo, una entelequia que transforma en realidad (con músculos y huesos, genética y sentimientos) y documenta con relatos, imágenes, videos. Para eso escribió a cuatro manos con su partenaire autoral –el guionista de televisión Alejandro Quesada (100 días para enamorarse, Graduados, Educando a Nina), que en teatro trabaja con Vivi Tellas– un texto que principalmente se nutre del testimonio vital de los intérpretes, quienes además de alma, corazón y vida aportan al montaje una coreografía de carácter más bien ilustrativo. El producto final, estiman los protagonistas, está en el orden de un 80% de realidad y un 20% de ficción, pero resulta completamente verosímil.


Un piano, dos atriles y una mesa baja repleta de comida; poco más hay en la Sala Oval del Teatro 25 de Mayo de Villa Urquiza, donde los lunes se presenta la obra. Es un espacio casi gemelo de la mítica “rotonda de ballet” donde ensayan los bailarines en un subsuelo del Colón. A esta rueda se suma el espectador, ubicado en el contorno de la circunferencia, por ahora solo en 38 asientos, muy cerca de los intérpretes: la mirada prendida a las mallas color piel, a la musculatura asimétrica de él, al tobillo tantas veces roto de ella. Nadie reniega ni pierde de vista que, como arte de elite, ciertamente el ballet requiere de cuerpos con determinados atributos. Lo que habilita Dos bailarines desnudos –en línea con una tendencia que lentamente se va abriendo como posibilidad en este mundo signado por las rigideces– es que no existe un estándar único. “Quiero ver bailarines que tengan su individualidad”, dice en la nota de NYT el coreógrafo Benjamin Millepied, exdirector artístico del Ballet de la Ópera de París, al frente de L.A. Dance Project. “Creo que vale la pena transmitir que, aun siendo medio gordo o tetona, a veces las cosas se dan. Y que no es cierto que como bailarina sentís que tocás el cielo con las manos todos los días”, expresa Luciana Barrirero.


Pandemia, catarsis y después

Dos bailarines desnudos es hijo de la cuarentena que mantuvo a los argentinos recluidos durante ese largo primer semestre desde que se declaró la pandemia de Coronavirus, en marzo de 2020. “Curiosamente, nos jugó muy a favor, porque nos dio la posibilidad de trabajar de manera intensa con los chicos y disponer de su tiempo, que siempre es escaso. Pero sobre todo nos permitió generar un tipo de vínculo de confianza y lenguaje común para que la obra pudiera crecer hacia lugares impensados”, cuenta Werchowsky, que conoce a Barrirero desde los 9 años, cuando ambas asistían a la escuela del Colón, y a David más recientemente, a partir de la participación que él tuvo en sus obras anteriores. “Nos convertimos casi en un grupo de autoayuda virtual. Nos veíamos muy frecuentemente por Zoom, cada uno en su casa, hacíamos ejercicios de teatro, entrevistas, sesiones de escritura, y muchas veces también catarsis. Para cuando nos pudimos ver en persona, teníamos ya una obra armada”.


Sigue Barrirero: “Entonces estábamos muy encerrados y en ningún momento me cuestioné si me animaba a contar las cosas que me pasaron, creía que estaba bueno hablarlas frente a una investigación sobre los cuerpos. Ahora valoro mi cuerpo y me animo a estar con una malla expuesta en un escenario de estas características. Acá no estoy frente al ojo crítico del ballet”. Luciana explica -en la charla con LA NACION y también en la obra que durante su carrera escuchó cómo un director de turno le podía decir que estaba gorda o que tenía mucho busto (“¿Qué hago con esto que tengo acá? ¡No me van a elegir!”). Y cuando tuvo hipertiroidismo aquellos ojos incisivos del entorno juzgaron con aprobación: “¡Estás reflaca!”, lo que superficialmente parecía más importante que la posibilidad cierta de un desmayo en escena.


Gómez tiene 31 años, no escucha de un oído y, sin embargo, tiene gran musicalidad; dice que de chico era gordo. "El trabajo de exteriorizar información sobre mi vida, que está siendo pública, fue muy enriquecedor, porque también me da a mí una verdad diferente sobre mi propia historia”

Gómez tiene 31 años, no escucha de un oído y, sin embargo, tiene gran musicalidad; dice que de chico era gordo. "El trabajo de exteriorizar información sobre mi vida, que está siendo pública, fue muy enriquecedor, porque también me da a mí una verdad diferente sobre mi propia historia”


Por su parte, los Gómez son 7 hermanos y, paradójicamente, Facu es el de las piernas largas (ni Ema ni David, que son bailarines). Por la expresión estadística que emplea la obra para presentar a la familia de Hurlingham, se sabrán muchas cosas; por ejemplo, que a tres de siete les gustan las personas del mismo sexo. “No mucha gente me pregunta por mi cuerpo ni hace comparaciones entre mis hermanos, así que fue una línea de trabajo que me sorprendió –cuenta David, que empezó a tomar clases de danza clásica recién a los 17 años–. Como bailarín, quedarme quieto en la pandemia es muy difícil, así que todo el entusiasmo estuvo puesto en esta forma de contar algo tan verdadero. Cuando terminaron los Zoom a dos cámaras (una en el celular y otra en la computadora), y saltaron a los ensayos en escena, se vio obligado a cambiar su forma habitual de pensar. “Por los prejuicios que tengo sobre el cuerpo del bailarín, tuve que decirme que esta es una obra de teatro en la que hablamos de ballet, pero no es una obra de ballet, y que es parte de la obra que se me vea con el cuerpo de una persona normal. Tuve que entender que desde algún ángulo podía ser que no me viera perfecto”.


El humor con el que la obra tamiza algunas experiencias deja ver por momentos a los dos bailarines desnudos con una sonrisa. En cambio, aun con la proximidad, ellos no terminan de saber qué les pasa a los espectadores debajo del barbijo. “El mismo texto contado de una forma más solemne o dramática hubiera sido otra cosa”, reconoce el bailarín, y la charla se va por la trastienda de cómo terminaron tomando clases para aprender a usar los kangoo jump, esa una suerte de botas con plataformas que se usan para un entrenamiento aeróbico de moda, en una escena que en el libreto aparece con el título de Petisos.


Barrirero está cerca de cumplir 40, baila desde los 9, es hiperlaxa y cada vez más se aboca a la actuación. “¿Volverías a elegir ser bailarina?, me preguntó un amigo el otro día después de ver la obra. Le dije que por el placer de bailar, sí, pero que no elegiría nunca hacerlo en el nivel que me quise poner, porque el ambiente fue tan jodido, que de eso me arrepiento”

Barrirero está cerca de cumplir 40, baila desde los 9, es hiperlaxa y cada vez más se aboca a la actuación. “¿Volverías a elegir ser bailarina?, me preguntó un amigo el otro día después de ver la obra. Le dije que por el placer de bailar, sí, pero que no elegiría nunca hacerlo en el nivel que me quise poner, porque el ambiente fue tan jodido, que de eso me arrepiento”

Facundo Suárez/Gentileza C. C. 25 de Mayo

“La danza me era totalmente ajena por lo cual entré con mucha curiosidad; todo el proceso de investigación, de mi parte fue realmente investigación y no una acción de revisitar, como resulta para ellos”, dice Quesada, que además de coautor es la voz en off que con tono grave lanza alertas como El cuerpo de un bailarín vence o El que piensa pierde. “Creo que para el público la obra también es una invitación a descubrir ciertos secretitos e ir desmenuzando el código del ballet”.



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