Las bailarinas no hablan es una suerte de autoficción donde la protagonista transita los pesares físicos, emocionales y políticos de una carrera en la danza.
Por Ivana Romero - Página/12
De sus cuerpos se esperaban formas rectas y ángulos. Así que esas nenas luchaban contra cualquier atisbo de redondez que anunciara la pubertad. Incluso menstruaban tardísimo. Y cuando eso ocurría, tenían que contárselo a sus docentes: era la única forma de conseguir un permiso especial para taparse la cola una vez al mes con un pantaloncito elastizado sobre la malla de baile. Es que las bailarinas clásicas cargan desde pequeñas con el mandato de no parecer de este mundo, de simular ser hadas etéreas envueltas en tul de ilusión. “El ballet es una disciplina exterior, del cuerpo en función de una línea, sin miramientos”, escribe Florencia Werchowsky en su segundo libro.
Las bailarinas no hablan es un texto mestizo, una suerte de autoficción donde la protagonista se llama como la autora. Las dos, además, se forman desde pequeñas como bailarinas clásicas en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón. Pero mientras la escritora decidió colgar las zapatillas al final de su adolescencia, la Werchowsky de Las bailarinas no hablan hace su carrera en el Teatro hasta más allá de los treinta. Y asiste además a los sismos que sacuden los cimientos dorados del teatro desde los noventa en adelante, con gestiones polémicas que cerraron el Colón, desatendieron a sus trabajadores o quisieron transformar el teatro en cáscara vacía, negando su historia y malvendiendo su patrimonio.
La historia comienza en 1989, cuando Florencia toma clases con una bailarina llegada de La Plata que en Ingeniero Wood -su pueblo natal en la Patagonia-, es del todo exótica con su tatuaje y su pelo rapado. Como la nena es muy buena, el sueño de radicarse en Buenos Aires y aplicar para un lugar en la Carrera de Danzas en el Colón comienza a tomar forma. Al fin, tras una serie de exámenes agotadores, es admitida. Su madre se instala con ella y dejan en el pueblo al padre, el mismo de quien Florencia se ocupó en su libro anterior, el magnífico El telo de papá. Sí, el papá de la protagonista era dueño de un motel. También, de una artillería de relaciones sociales que de nada sirven en una Buenos Aires tumultuosa, donde la nena y su madre son anónimas. Y extranjeras. Uno de los aciertos del libro es, justamente, mostrar la complejidad del desarraigo.
La formación en el Colón trae aparejada una serie de aprendizajes difíciles para Florencia. Y es que allí dentro se crea un microclima que transforma a esas chicas (y a los contados chicos) en seres más bien extraños. Por ejemplo, cuando de adolescentes deciden ir a bailar a una disco, se encuentran con que no saben cómo moverse. Incluso hay discusiones internas sobre la conveniencia o no de continuar con la escuela secundaria, que quita horas de ensayo. A la vez, ese mundo-burbuja no escapa de ciertas generales de la ley. Por ejemplo, la diferencia entre chicxs de familias pudientes y aquellxs que se endeudan para que sus hijxs continúen su formación de élite. La protagonista de esta historia elige a una profesora anticuada, Madame Bovary (sí, ése es su nombre artístico) que no garantiza ninguna beca a Estados Unidos como el carísimo y supercool Sierra Classical Dance pero que es lo que puede pagar.
Ya sobre los 30, Florencia (la de la ficción) se encuentra por una razón fortuita compartiendo camarín con bailarinas jovencísimas. Y decide desnudarse completa frente a ellas. En sus cicatrices, en los rastros de las lesiones, deja que su cuerpo hable. A ella le enseñaron que una bailarina no inventa con su arte, no dice, sólo hace lo que se le manda. ¿Qué ocurre cuando la desnudez se transforma en silenciosa rebelión? Las bailarinas no hablan deja de lado cualquier respuesta sencilla. Es un texto escrito desde la vacilación más que desde la certeza. Y transita ese borde con un enorme sentido del humor, con la elegancia de quien camina descalza porque sabe cuánto ha costado pararse en puntas de pie.
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