RELATO PUBLICADO EN LA REVISTA MEXICANA TIERRA ADENTRO, NÚM 198-199.
Los compañeros de trabajo de Silvio Luján Viviani están demasiado ocupados encendiendo un porrito infinitesimal que al prenderse se consume más rápido por la erosión del viento en la brasa que por las caladas urgentes de cada boca. Se enciman unos a otros formando una carpa humana que proteja a este espécimen en peligro de extinción, valiéndose de camperas y delantales, de brazos y cabeceos, y se olvidan de burlarse de Silvio, como cada día al final de la jornada de trabajo. Silvio los mira, se siente ligeramente desilusionado por no tener el protagonismo de la burla (de manera consensuada, una forma de inclusión) pero no se entristece: sabe que para ellos esa es una tuca clave, la de antes de volver a casa, es su premio por la misión cumplida del día.
Él no puede fumar. Una vez le convidaron (le insistieron), probó y vomitó y después anduvo unas horas muy desorientado. Si bien, al principio, él y sus compañeros de trabajo se rieron bastante con sus balbuceos canábicos (sentía la mandíbula de espuma), con la descompostura y la sesión de vómitos y confusión hubo inquietud, culpa, alarmismo, intentos de llamar a un médico o a los padres de Silvio o a los del pil (Plan de Integración Laboral), que fueron los que armaron el convenio de pasantías por el que pudo entrar a trabajar como bachero en el restorán.
Mañana Silvio cumple veinticinco años. Como los padres lo han sobreprotegido, es decir, controlado; es decir, sometido, Silvio nunca pudo estar con una chica: jamás durmió fuera de su casa, nunca pudo hacer algo más que manosear a alguna compañerita de la escuela especial, a la que todavía va dos veces por semana para asistir a las actividades integradoras que el establecimiento organiza con los exalumnos. Por momentos, Silvio siente que esa contención también es una forma de prisión. Tal vez esté demasiado institucionalizado, sobreestimulado, hipercontenido, tan ocupado en ejercer la normalidad vinculándose cotidianamente con las organizaciones privadas y gubernamentales que se encargan de casos como el suyo, que no tiene chance de hacer lo único que quiere, lo que realmente le interesa en esta etapa de su vida, sobre todo antes de cumplir los veinticinco años, que es cojer.
No tenía la idea tan definida hasta que entró a trabajar al restorán, donde sus compañeros, para hacerlo sentir uno más, comenzaron a preguntarle primero, y a molestarlo constantemente después, acerca de su virginidad.
ILUSTRACIONES DE SANTIAGO SOLÍS
Hay una broma troncal relacionada con la edad y la inexperiencia sexual desde la que se ramifican el resto de los chistes y las burlas, las jaranas, las gansadas, los comentarios nimios, que siempre conducen en dirección al mismo tema, atraídos por la fuerza de gravedad más poderosa del universo (de ese universo de la cocina, al menos), que es la virginidad de Silvio. Se diría que el mundo gira gracias a su castidad, que cada uno de los muchachos que trabaja en el restorán amanece cada día en su miserable cama con el único propósito de llegar al trabajo para encontrarse con el mogo lavando vajilla para preguntarle, palmada cariñosa mediante:
–¿Y, Silvito? ¿Debutaste anoche?
Cada noche que no pierde su virginidad asegura un nuevo amanecer.
Pero algo ha cambiado: mañana Silvio cumple veinticinco años y ha decidido cometer doble infracción. La primera, bastante grave, es no volver ahora inmediatamente a su casa, donde vive con sus padres. Se va a tomar unas horas, dos o tres, verá él lo que vaya necesitando. La segunda, menor pero estratégica, es no haber comentado con sus compañeros que en este momento, que ha terminado el turno, va a agarrar su bicicleta y encarar la ruta hacia la zona de muchachas, para levantar alguna que lo ayude, que lo asista y que lo conduzca a cambiar su estatus; el estado que lo mantiene aferrado a la niñez, que lo convierte en el centro del universo (de ese universo) y que es el motor que mueve todas las cosas.
Entonces dice chau con la mano. Los compañeros le tosen guarangadas sobre la proximidad de su cumpleaños (soplar la vela, esas cosas), y vuelven a concentrarse en sus menesteres. Silvio monta su bicicleta, de cara al viento frío de agosto y se mete por la avenida que desemboca en la ruta. Y cuando agarra la ruta, sonríe.
El verdadero nombre de Janis es Melina Ayelén Montoya. Se hace llamar Janis después de una búsqueda de alternativas cariñosas para el nombre Yanina (Yani, Yanín, Ya), que siempre le gustó, pero como está lleno de putas que se llaman Yanina, quiso ser más original. Nunca pensó en Janis Joplin. Cuando tiene que escribir su nombre artístico por algún motivo (darle su teléfono a un cliente, firmar una notita en la que deja dicho adónde va o simplemente reafirmar su identidad en los márgenes de un cuaderno, como una adolescente, usando diferentes caligrafías, acompañando con garabatos las horas muertas), pone Yanis. Pero al decirlo en voz alta, la inicial que sale de su boca es un chistido sordo, es el aire pasando finito entre los dientes que la ubica en el mapa rioplatense de fonaciones, donde doble eles, jotas extranjeras y yés se pronuncian invariablemente de la misma manera. Y Janis, que cuando se escribe, escribe Yanis; cuando se presenta, se nombra a sí misma como Shanis.
Las compañeras de trabajo de Janis dejan pasar al pibe de la bicicleta, aunque él también las está dejando pasar a ellas. Venía pedaleando rápido por la ruta y de a poco va disminuyendo la velocidad. La estela única de chicas empieza a fragmentarse en individuas, el pincelazo, el manchón que eran todas juntas sobre la banquina se atomiza en distintas señoritas, en boquitas pintadas, en siluetas, en estilos, en silbidos.
No hay nada que piense o sienta Silvio en este momento: como es algo que nunca ha hecho, no está preocupado ni eufórico, no siente incertidumbre ni la inclinación a repetir un procedimiento aprendido. Lo desconocido no le causa temor, no le causa nada.
Y es ese estado alfa el que lo atraviesa al reducir la velocidad cuando aparecen las chicas. Disminuye la fuerza dinámica de su pedaleo y empieza a ir lento, gatuno, como hacen los coches y camiones que pasan por este tramo de la ruta, a veces causando accidentes.
Es un tramo que se mete en la ciudad desde unos alrededores rurales inmediatos, que viene por las chacras, pasa por los galpones y entra con su tránsito pesado, peligrosísimo, imponiéndose como un tajo en el plano urbano: de un lado de la ruta, el alto; del otro lado, el bajo. En los contornos, apagándose a medida en que se acerca al centro, se despliega el paño de ilegalidades arrabaleras, con su oferta de servicios de todo tipo.
Las chicas trabajan dispersas en la zona de chacras y más concentradas ya donde hay galpones. Pero el núcleo de la actividad se ubica en la intersección de la ruta con una avenida (el cruce) que desemboca en la terminal de ómnibus, una gran ayuda al momento de orientar al visitante urgido, a quien basta con decirle “Siga derecho por ésta”.
Silvio ha pasado por esa zona desde siempre en el coche de sus padres, en el asiento trasero, intentando entender y, finalmente, entendiendo. Sobre todo ahora, gracias al empujoncito informativo que le vienen dando sus compañeros del restorán.
—¿Sabés lo que tenés que hacer vos, Silvito? Vos tenés que levantarte una mina del cruce. Se te solucionan todos los problemas, jajaja.
El frío del anochecer le va secando la transpiración de la cara, le va aplacando los rubores de la velocidad reciente. Pedalea a paso de hombre, va sobre el asfalto pero por momentos muerde las piedras de la banquina y tambalea. Alguna le grita una guarangada y las demás se ríen. Él también se ríe, por reflejo. Hasta que la ve a Janis.
Se detiene frente a ella empujado por la traición del azar, atraído por la nada misma que conforma el aura de una prostituta absolutamente regular, ni joven ni vieja, tirando a fea, de gesto insípido, desapegada, casi inexistente. Y en la risotada de todas, que es a la vez la de ninguna, Janis se despega con una mueca que parece compasiva aunque también puede ser de impresión, y sin asco o con todo el asco del mundo, se anima a mirar a Silvio a los ojos.
Son dos bolitas negras de muñeco que emiten una confusa señal, capas superpuestas de inocencia y picardía. Alrededor, párpados achinados, arrugados prematuramente, asimétricos, cubistas, le dan a su cara un aspecto animal o extraterrestre. Janis, que nunca entendió nada, ahora entiende a Silvio y tomándolo del codo amablemente lo aparta del coro de malditas que se ríen de ellos dos, de lo que van a hacer ellos dos en cuanto se pongan de acuerdo con unos números y se encierren en una habitación de motel.
Sin advertirlo, Janis y Silvio coinciden en una característica de su personalidad: los dos creen que obtienen de la vida un máximo permitido; lo que tienen, lo que logran, a lo que acceden, es para ellos un regalo y a la vez un límite. Pueden eso, pueden hasta ahí, callan y agradecen, inconscientes devotos de la religión de los humildes que pregona una ambición de corto alcance, que no cruce la frontera de lo conseguido hacia el pecado de lo imposible. Entonces ahora, al momento de negociar, Silvio está dispuesto a pagar lo que Janis le pida y Janis está dispuesta a darle a Silvio lo que necesite, porque es lo mejor que pueden obtener y porque en una parte recóndita de sus corazones, detrás del sufrimiento y la segregación, hay gratitud por este momento, que es una oportunidad, que es un empujón más a la gran calesita de sus vidas, que milagrosamente sigue girando.
Van a ir a un motel que queda a dos kilómetros, donde Janis tiene descuento, ella puede tomar cerveza y él, una Coca (el alcohol tampoco le hace bien). Pero el trato está cerrado a medias: cuando Silvio hace un ademán caballeresco para subirla al caño de la bicicleta como si se tratase de su corcel, Janis se empaca:
—No. Ni en pedo.
Silvio pasa los segundos que dura la duda en el blanco profundo del desconcierto. No sabe si se le acaba de arruinar el plan o si es apenas un inconveniente. Cualquiera sea la situación, espera que Janis pueda resolverla. Y ella lo hace:
—Acompañame hasta la parada de taxi.
Bajan de la ruta hacia una calle lateral, más o menos iluminada, con frentes que son portones y persianas bajas de negocios cerrados (taller mecánico, carnicería, bulonera). El único local vivo es un cubículo vidriado con un cartel que parpadea “Radiotaxi” y debajo, un número de teléfono. Janis se asoma y habla con un señor que fuma detrás de un escritorio, que la mira con un ojo y con el otro sigue una pelea de boxeo en la televisión. Silvio espera sosteniendo su bicicleta en el cordón de la vereda. Un coche blanco se detiene frente al local. Janis se acerca, abre la puerta trasera, mira a Silvio y organizando la logística con claridad e infinito desencanto, como hace con sus hijos, le ordena:
—Seguinos.
Cuando se sube al coche y cierra la puerta, usa el mismo tono para hablarle al chofer.
—Vaya despacio, que el chico nos va a seguir con la bici.
El taxi sube a la ruta por la primera calle que se lo permite y Silvio, pedaleando con todas sus fuerzas, va detrás. Teme perderlos de vista. No afloja. Obedece porque es habitual para él que le digan hacia dónde ir y también porque va a cojer, ya lo sabe, y para que eso ocurra tiene que seguir a la mujer que se lo va a posibilitar. No puede sin ella y estas son las condiciones.
Pasan coches, se adelantan, se indignan los conductores por la velocidad del taxi, algunos le tocan un bocinazo condenatorio. Las urgencias de los autos y sus estelas de aire sucio hacen vacilar a Silvio, que se agarra más fuerte del manubrio y se concentra, traccionado por su deseo. Y pedalea y pedalea por la ruta detrás del taxi blanco que lleva a Janis. Ella se da vuelta cada tanto para ver si viene. A veces desaparece detrás de un coche, pero vuelve a aparecer. Lo que no ve Janis desde el asiento trasero es que Silvio, mientras se acerca pedaleando vigorosamente sobre la ruta nocturna, habla solo y se ríe. Y tampoco ve la cara del taxista, que por el espejo retrovisor espía la escena imaginándose todo tipo de cosas.
¿Cuánto tiempo ha transcurrido? Silvio no lo sabe, se despierta de un salto con la estocada suave de la mano de Janis en su brazo gordito, relajado sobre la sábana que disfraza la triste verdad del cobertor de hule protegiendo el colchón.
—Tenemos que desocupar la pieza, papito.
Está mareado. Babeó. Mientras se pone la ropa, se ensimisma y siente el hormigueo de la piel recién tocada, reconoce el desgaste suave de las células frotadas por primera vez, un zumbido en la superficie del cuerpo, las repercusiones de infinitas explosiones citoplasmáticas escapándose como los vahos de un géiser por los poros de su humanidad completa. ¿Y si esto que ahora siente es el sentir de un hombre? ¿Y si nunca más se va el cosquilleo? No tendría problemas, se acostumbraría (se ha acostumbrado a cada cosa).
Janis saca la cuenta en el aire, en voz alta para demostrar transparencia, aunque ya la tenía clara en su cabeza: el taxi de ida, la habitación, la bebida, el servicio, el taxi de vuelta.
Silvio la sigue con la mirada pero de ninguna manera con la operación. Agarra su billetera con las manos de manteca, le zumban, le vibran, le fallan. Se le cae, la levanta, se le escapa, se ríe Silvio de sus reflejos anestesiados, de las secuelas físicas de su primera vez. En estas condiciones no va a poder pedalear hasta su casa.
Janis se sienta a su lado porque es madre y está en su naturaleza socorrer al necesitado. ¿Será esa característica la que detectó Silvio en ella entre la oferta de todas las chicas? ¿Y si él tiene un sentido más desarrollado que los demás, acaso entrenado en contextos institucionales, para reconocer el espíritu asistencial de las personas?
Le agarra la billetera mirándolo a los ojos: él cede. Saca todo el dinero y lo cuenta en voz alta, otra vez, recita para Silvio el cálculo completo mientras apoya sobre su muslo (enfundado desde hace rato en su jean) los billetes, uno sobre otro, que le corresponden. Devuelve el sobrante a la billetera y con la plata que ya es de ella hace un rollito y se la guarda en el corpiño. Y otra vez mirándolo a los ojos, le dice a Silvio:
—Te sacaste la lotería conmigo.
Silvio se ríe. ¿Se referirá al dinero? Como sea, le parece gracioso. Se le mezclan las palabras de la muchacha (¿señora?) con lo que siente, lo que recuerda que imaginaba con lo que efectivamente fue; sus veinticinco años, su masculinidad. Y se da cuenta de que no recuerda ahora el nombre de esta mujer intrascendente que para él será inolvidable. Se lo pregunta.
—¡Sha te dije! ¡Shanis! —se ríe ella.
Silvio se ríe de vuelta y la contagia y Janis se ríe más fuerte con él.
—Vos también te sacaste la lotería conmigo, Shanis —le dice Silvio.
Y las carcajadas explotan en la piecita depre del motel que los vio interpretar la ficción del amor en un contexto transaccional. A la mañana siguiente, los compañeros de Silvio lo encuentran, como todos los días, lavando la vajilla sucia del turno de noche. Es su cumpleaños y le han preparado una sorpresa que él ni se imagina: en una de las heladeras de la cocina se conserva desde ayer un pastel decorado con un gran par de tetas hechas de masa sabor vainilla. Sobre un pezón planean poner una vela con el número dos y sobre el otro, una con el número cinco. (La idea se les ocurrió fumados y les pareció genial).
Vienen riéndose ya de la cara de sorpresa que va a poner Silvio, vienen haciendo chistes que pueden hacer entre ellos pero jamás delante de él. Y con la primera palmada en el hombro que recibe, el universo de la cocina se subvierte, se configura un nuevo orden de todas las cosas, ocurre una revolución microscópica, un Big Bang imperceptible entre esas paredes de todos los días, que encierran al mismo tiempo lo ordinario y lo excepcional.
—¡Feliz cumpleaños, Silvito! ¿Y? ¿Debutaste anoche?
—Sí.
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