Por Constanza Bertolini - Diario La Nación - 11 de mayo de 2018
"La bailarina que no quiere bailar más tiene la obligación de convertirse en otra persona, la bailarina que dejó de bailar responderá eternamente a las mismas preguntas y será parte de una diáspora solitaria, nunca será del todo lo que podría haber sido sin el ballet que la formó, esa normalidad es irrecuperable. Aprende rápido, se puede integrar, pero todo lo hará desde la herida que deja el ballet y que no cicatriza nunca, desde una autoestima chúcara, con su vanidad a contrapelo. Queda trunca y tatuada". Bastante bien le fue sin embargo a la exbailarina Florencia Werchowsky aun cuando ella misma vaticinaba un futuro imperfecto en esta cita de la página 70 de su último libro, Las bailarinas no hablan, novela de raíces autobiográficas, ficción al fin, que ya va por su tercera edición.
Reconvertida por fuera de ese mutis, más aún, centrada en la palabra, fue primero periodista para luego dedicarse a la escritura desde otro lugar; debutó como autora con El telo de papá y ahora da otro paso, pega un salto: el martes estrena en el Centro de Experimentación del Teatro Colón (CETC) la versión escénica de Las bailarinas no hablan. Cruza, así, la última puerta que le faltaba traspasar en el teatro: por la del Instituto Superior de Arte (ISA) fue a diario en los 90, cuando asistía a la carrera de danza, que cursó hasta el sexto año; ingresó por Cerrito con los artistas las veces que fue citada como refuerzo de la compañía oficial, pero por la del CETC pasa ahora, a los 39, y de pronto se encuentra en los mismos subsuelos que recorría de memoria cuando era aquella aprendiz de impronunciable apellido con doble ve. "Es muy emocionante dice Werchowsky sobre este regreso. Volví a almorzar en el mismo bar y tuve una extraña sensación, porque me cruzo con gente que conozco desde los 11 años". De Luciana Barrirero, por ejemplo, integrante del Ballet Estable convocada como intérprete y asistente coreográfica en esta nueva obra, es amiga desde entonces, y también compartió los días de la adolescencia con Herman Cornejo, Marianela Núñez y Luciana París, nombres que hoy se leen en las marquesinas del mundo de la danza y que son para ella, sencillamente, amigos de toda la vida.
Después de que salió la novela, con éxito de ventas y de críticas (Martín Kohan se refirió a la "pericia narrativa" con la que "compuso magistralmente un retrato social por demás urticante para lanzar una crítica política tan singular como poderosa"), Werchowsky accedió a una beca de formación intensiva en ópera experimental donde se nutrió de las enseñanzas de nombres mayúsculos como Heiner Goebbels, David Rosenboom, Oscar Strasnoy; se sumergió en "un universo que conocía como espectadora, pero nunca como generadora". De modo que atenta a esa actualización que demanda el género según los públicos, tecnologías y espacios del siglo XXI, no tardaron en sobrevenirles aquellas ganas de arriesgar con un proyecto escénico en el que la palabra clave para todos incluso para el público es "experimentación". En principio porque ella misma en el proceso de esta obra aprendió con y de los otros lo que es la dirección, así como los intérpretes (siete profesionales de la compañía del Colón, cinco alumnos del ISA) por primera vez cantan y actúan en un registro muy diferente al del ballet. Y para el espacio también es una novedad: no es tan frecuente que el CETC trabaje con artistas del propio elenco estable.
"Todos los lenguajes de la danza que forman al bailarín, los pasos en francés, los sonidos, las formas de contar y de cantar, de aplaudir, de corregir, la mímica de las manos que evoca los pies. Ese lenguaje que manejo por haber sido bailarina y que es enmudecido deliberadamente en escena se convirtió en la lengua de esta obra", desmenuza Werchowsky, algo tímida en pleno acto de arrojo, antes de un ensayo de esos que, en la recta final, ya dejan ver los resultados.
Deliciosa, la pequeña Angelina Casco Guiñazú, casualmente de 11 años (la misma edad que tiene la protagonista de la historia original cuando llega desde su pueblo natal para probarse en el Colón), está sentada en el centro de la primera escena con cara de cómo me tira el pelo este rodete cuando saca la voz afuera y un micrófono amplifica la frase: "En Capital tuvimos que aprender todo de cero". Algunas de las primeras líneas de la novela, unas pocas, aparecen como un mantra en boca de las bailarinas que hablan. Pero esta adaptación no es una traslación narrativa del texto que evoca como un perfume, o una excusa tal vez. El libro aparece en el comienzo con peso específico y se diluye enseguida en una sucesión de viñetas sobre ese idioma que tiene rutinas y tono propio, compromiso corporal de manos y gestos, y mucha intención.
Deliciosa, en el otro extremo de la vida de una bailarina, Virginia Licitra, a los 62 años, está sentada en el centro de la última escena. Entre una y otra, se traza un arco iris de voces y experiencias donde se ubican "curiosos y valientes": las mellizas Díaz de polainas y puntas, Pedro Soriano y Patricio Di Stabile, entre los más jóvenes y aún en formación, y los experimentados: Barrirero, Antonio Luppi, Amalia Pérez Alzueta, Roberto Zarza, Magdalena Cortez y Silvia Grun: recuerden ese nombre.
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