Telo es una palabra en clave, puesta al servicio de un ciframiento. Nace de una inversión, es la palabra “hotel” dada vuelta, dicha al revés, desordenada y reordenada para poder transmitir un sentido secreto o semi secreto. Y es que un telo es una especie de hotel secreto o semi secreto, o mejor dicho: un telo es un hotel en el que van a alojarse secretos, así como en otros hoteles, los que se nombran al derecho, los de la rectitud, van a alojarse los viajeros, los turistas, las familias, los veraneantes, los pasajeros. Porque al telo se va con un único fin: el del encuentro sexual (no sé si hay muchos lugares así en el mundo, no sé si hay otros, a los que se acuda siempre para una sola y misma cosa, a los que acudan todos para una sola y misma cosa). Un telo es por ende el reino por antonomasia de la más indispensable discreción, el ocultamiento y la irregularidad.
¿Qué pasa, sin embargo, cuando ese sitio, destinado por principio a la transgresión y a la trampa, es abierto y administrado por el propio padre: por aquel que encarna la norma? Florencia Werchowsky elige ese punto (punto de cita, de tensión, de conflicto y de disolución del conflicto) como lugar de su novela: su motivación y su universo, su propósito y su lógica. El telo es, por definición, un ámbito de lo furtivo, regido por la transitoriedad. Para la niña de la novela de Werchowsky, sin embargo, es en cambio un simple lugar cotidiano, el lugar donde trabaja su papá, lugar de permanencia en el que es posible incluso instalarse a vivir por unos días, lugar en el que, en la trastienda de las escenas eróticas apenas presentidas por la curiosidad infantil, habitan mustias las mucamas, es decir las empleadas del padre, las limpiadoras de mugre, contando sus “historias de sufrimiento y detalles crudos”.
La niña, la hija del dueño, la narradora de la novela, es la reina verdadera de este palacio falso. Nena linda, poderosa, ninja, es heroína en El telo de papá; beba deforme, nena presionada, esclava de lo que los otros esperan de ella, puede ser también, no pocas veces, más bien una antiheroína. Así, en el pueblo es la niña prodigio que logró entrar como bailarina nada menos que en el Teatro Colón; en el Teatro Colón, no obstante, es la pueblerina, la que no sabe bien cómo comportarse entre las otras niñas que, no menos prodigio que ella, viven en cambio en la Capital Federal y manejan por eso otra clase de códigos.
Florencia Werchowsky ha escrito una gran novela sobre las ambivalencias y sobre las contradicciones que en parte explican una sociedad, y en parte la señalan en lo que tiene de inexplicable. No es que el telo, como institución social solapada, funde esa condición, ni tampoco es que la simbolice; pero es sin dudas una máquina interpretativa posible y así es como Werchowsky la utiliza. La narradora, queda dicho, se siente espléndida unas cuantas veces y unas cuantas veces un poco caída en desgracia; pero el propio padre es visto igualmente, a veces como un héroe (cuando abre el telo y le va bien; o cuando el futuro presidente Carlos Menem lo encuentra y lo reconoce) y a veces como un esforzado vitalicio que obtiene resultados apenas relativos (cuando el telo deja de funcionar tan bien; o cuando Menem llega al poder y el padre se ve, como se vieron tantos, defraudado y traicionado por su gobierno).
El telo tiene esa misma matriz: la de la ambivalencia. ¿Es el cielo del placer o es la cueva de lo sórdido? ¿Abrirlo es una “apuesta épica” (según propone la narradora), es un divertimento lucrativo (según aduce el padre) o es una vergonzante empresa inmoral (según reprocha la madre)? ¿Es la elevación del artificio hasta la plenitud absoluta del kitsch, o es la llana naturalidad de la rutina de un negocio más o menos singular? ¿Es el reducto de la mentira y el enmascaramiento sempiterno, o es el recodo en el que sincerarse, quitarse las máscaras, se vuelve posible por fin?
El telo de papá narra la vida de un telo, también la de una familia, también la de una ciudad, también la de una ilusión política (y su desilusión), también el de una ilusión económica (y su desilusión), también la de una niña que crece. Criada en un telo, o en los alrededores semánticos de un telo, es decir experta consumada en materia de ambivalencias, Florencia Werchowsky sabe (y ese saber no es sino saber narrar) que el esplendor y la decadencia, el éxito y la catástrofe, los brillos y el ocaso, no necesariamente se oponen, a veces también se conjugan, y no necesariamente se suceden (en la convención lineal de un relato), a veces también se superponen (como en la originalidad en vaivén de este relato).
El telo es el templo de las dobles vidas. Quien tenga una doble vida, ¿adónde va a ir a albergarse, sino en un albergue transitorio? ¿Dónde, sino en un hotel alojamiento, va a alojar esa segunda vida, la que funda su doblez? Para casos de complicación extrema (un marido que acude, perentorio y desencajado, para descubrir a su mujer en pleno quehacer con su amante), el telo cuenta con un discreto patiecito en la parte de atrás. Pero, ¿qué otra cosa es él mismo, como telo, sino el discreto patiecito de atrás de la ciudad entera, del país entero, del mundo entero?
El templo de las dobles vidas: así lo comprende y lo desarrolla Werchowsky. Claro que, además, retrata a un padre que es rumano y es mapuche, “circunciso y patagónico”. Y a una hija que decide desclasarse: por política y por amor, se proletariza, pasa a otra vida. Y a una niña que es bailarina clásica, pero nunca bailará (porque no será bailarina, porque tampoco será clásica). Y a un candidato a presidente que, canchero y atento a las causas populares, cuando llegue a presidente seguirá siendo canchero, pero ya no estará para nada atento a las causas populares.
Porque, en definitiva, habría que pensar que, de alguna manera, no hay vida que no sea doble vida. Esa verdad, esa demasiada verdad, es la que expone Florencia Werchowsky con la maestría de los grandes dobleces literarios.
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