Los estereotipos que suelen usarse para contar el universo del ballet en la literatura, el cine y la televisión se reúnen en dos grupos:
1) Mentes perturbadas: son historias de bailarinas mujeres atormentadas psicológicamente por la danza, como el Black Swan de Aronofsky (se cree cisne, mata a la amiga), Suspiria de Darío Argento (una academia satánica donde asesinan a las estudiantes) o Las zapatillas rojas, de Powell-Pressburger (víctima del calzado, baila hasta morir).
2) Contra todo pronóstico: son bailarinas pero también bailarines varones que logran sobreponerse a todas las dificultades, como Billy Elliot (padre homofóbico en pueblo prejuicioso), Flash Dance (soldadora sin formación académica), Fama (la diferencia social en la academia) o White Nights (las garras de la URSS).
En la vida real están las bailarinas y los bailarines como Luciana Barrirero y David Gómez, artistas que se rompen el alma, cobran un sueldo por bailar y son empleados del Teatro Colón, es decir, empleados públicos. Luciana y David llevan unas vidas cuya riqueza narrativa reside más en la rutina que en la excepción. Lo que hay debajo está lejos de esos estereotipos y es muy interesante.
Luciana y David son perfectos. Lo inocultable: sus cuerpos espectaculares, su musicalidad, la calidad de sus movimientos, bueno, lo que todos suponemos que deben ser sus características de bailarines del Colón. Es una superficie rica, muy compleja, generosa para ser usada como carne dramatúrgica en una obra de teatro basada en sus biografías. Pero algo traen debajo del traje de bailarines de ballet, una capa oculta, oscura y brillante a la vez, algo que yo veo en Luciana desde que la conocí, a los once años, cuando fuimos compañeras en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón. Y que también advertí en David cuando lo convoqué para hacer una función de otra obra, Danza de los estados.
El objetivo del entrenamiento de los bailarines de ballet es la homogeneización del cuerpo hacia una línea estética que responde a un canon propio, al margen de los estándares actuales, que evoluciona en sus propios términos, libre de modas. Esas líneas resultan de los movimientos que se adquieren dominando una técnica dificilísima, que se trabaja durante muchas horas por día, desde el primer minuto de la carrera hasta el último.
Luciana y David nacieron bendecidos por la gracia y la plasticidad, son laxos, proporcionados, entrenan sus cuerpos rabiosamente, aprendieron la técnica y lograron dominarla y por todo esto son bailarines maravillosos. Y al mismo tiempo son una acumulación de falencias: esos cuerpos resistentes se rompen, engordan y adelgazan y vuelven a engordar, aprenden la técnica pero se equivocan igual y se caen en escena y se lastiman. Luciana se esguinzó el tobillo izquierdo 32 veces, es híper laxa e híper tiroidea, se le sale el brazo bailando pero también abriendo el horno o colgando la ropa en el ténder o durmiendo; David es sordo de un oído, sufre dolores de espalda demoledores, está encadenado a las dietas porque siente que puede engordar de un momento a otro. Las circunstancias emocionales de Luciana se transforman en lesiones, a David le cambia el humor si un día no se siente lo suficientemente flexible.
Sus cuerpos parecen ser tres: el cuerpo físico, el histórico y el emocional. Y al momento de condensarse en un mismo relato entran en disputa, se atraen y se repelen. El entrenamiento feroz y lo extraordinario de sus resultados generan a la vez dolor y placer, la danza es una pasión y también es un trabajo, los bailarines se lesionan y siguen bailando, ignoran el cansancio, la sed o la pereza. Esto nunca se ve, lo que sí se ve es la perfección en escena. Es decir, el artificio.
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William Gibson, el autor de ficción que creó el término ciberespacio, viaja en el asiento trasero de un auto en el documental No Maps For These Territories. Esquiva la cámara con los ojos mientras confiesa: “Estaba tan frustrado por mi incapacidad para hacer mover a los personajes a través del espacio narrativo, que terminé inventando una especie de tecnología de realidad virtual que me sirvió para disimular mi ineptitud. Los hice cambiar de canal en una suerte de memoria grabada, lo único que tenían que hacer era cambiar el casete y listo, estarían en un espacio diferente y yo me ahorraría la vergüenza de quedar en evidencia por no poder hacerlos subir o bajar las escaleras o entrar y salir de un vehículo”.
Mucho después de esa maniobra de evasión sobre la que Gibson terminó basando su narrativa, el espacio virtual se fue convirtiendo en una realidad conceptualmente cercana, cotidiana hasta lo indispensable y de uso vital desde la pandemia. Porque no hace falta enumerar los ejemplos que ilustran esta nueva normalidad, me permitiré escribir una palabra para cerrar el asunto: zoompleaños. Ni en los más profundos delirios futuristas de Gibson, el espacio, el movimiento y la escritura se han imbricado tanto como en el último año.
Con Alejandro Quesada, mi partenaire en la dramaturgia de Dos bailarines desnudos, empezamos a trabajar unos días antes del primer ASPO. Teníamos la intención de usar los cuerpos de Luciana y David para trazar los mapas de este nuevo territorio, pero no llegamos a coordinar ni un primer encuentro con ellos. No sabíamos cuánto iba a durar el aislamiento y las herramientas virtuales eran simplemente un reemplazo hasta que volviera la normalidad. Mientras los entrevistábamos por Zoom (sin pandemia los hubiésemos filmado en sus casas, en su lugar de trabajo --el Teatro Colón--), las redes sociales se llenaban de bailarinas braceando la muerte del cisne en la cocina, de saltos medidos en los livings, de giros en en los balcones y pas de deux en las terrazas. Pobres tigres enjaulados. Los bailarines/trabajadores de la cultura se encerraban obedientemente y los aficionados a la noche también, pero entre ellos. El timeline se llenaba de fotos y videos en casas, de noche, con gafas, con drogas, con alcohol, con DJs. Una danza se aislaba, la otra se volvía clandestina y aún en versiones degradadas a ninguna de las dos la detuvo el confinamiento. Esta experiencia tendrá sus consecuencias en la forma de bailar, en el uso del espacio, en las propuestas coreográficas con bailarines y bailarinas que no pueden tocarse o que deben ensayar juntos en la virtualidad y también se volverá más furiosa la danza nocturna en su ilegalidad. Mientras esperábamos inocentemente el fin de la pandemia, le pusimos un paréntesis al aspecto físico de la obra y nos concentramos en el oral, como si los bailarines fuesen seres escindidos.
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Cuando vi No Maps For These Territories estaba escribiendo mi segunda novela, Las bailarinas no hablan. La dificultad para hacer bailar a los personajes era paralizante: quería que uno de ellos hiciera un jeté manège y, embotado por una lesión dolorosísima, se mareara y se cayera, volando del escenario al foso de la orquesta.
Es fácil escribir, por ejemplo, “tendu”. Es más fácil todavía escribir “gol”, aunque nunca haya hecho uno en mi vida. Pero me costó mucho esfuerzo ese jeté manège porque, sobre todo, lo que más trabajo me daba era perderle el miedo a los pasos para poder escribirlos. Son saltos grandes, muy difíciles de lograr y esa dificultad me quedó enquistada en las palabras. También me resultó duro hacer bailar a los personajes en la pista de un boliche. Generalizando muchísimo: los bailarines y las bailarinas de ballet, cuando tienen que bailar por diversión, lo hacen raro. Hay algo en el porte que los tiene atrapados. Esa danza pretendidamente suelta está confinada a otras líneas estéticas, no solo porque las tengan presentes en sus cuerpos y eso los separe del resto de las personas en la pista de baile, sino también porque las evocan sin querer desde el movimiento.
Para poder ensayar Dos bailarines desnudos y tener una perspectiva más generosa que la talking head del Zoom, organizamos sesiones a cuatro cámaras. David y Luciana, cada uno en el living de su casa, se conectaba desde el celular (plano abierto, cuerpo entero) y desde la computadora (plano medio, más cerrado sobre las caras). El equipo virtual se completaba con Alejandro Quesada y Felicitas Oliden, nuestra productora. Los ensayos eran fantásticos, lográbamos momentos de mucha verdad, Luciana y David conectaban desde las palabras y también desde el movimiento restringido (¡Mirá, Gibson, sin manos!) de una forma que no esperábamos y armamos una obra completa donde las palabras estaban dichas con la voz y con el cuerpo y la danza era imaginaria.
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El ballet requiere de una economía de movimiento que es imprescindible para su ejecución, se administran los recursos musculares y las fuerzas para que el paso sea liviano, llevadero y pueda encadenarse con el que le sigue. Es decir, se trabaja tanto en lo que se puede como en lo que se evita. Lo que sobra es a la vez molesto y feo. Una parte del entrenamiento del ballet también consiste en trabajar sobre el error: dado que el azar mete la cola aún en las danzas más ensayadas, el/la bailarín/a entrenada aprende a levantarse y seguir y también a usar la inercia de la caída como propulsión para el movimiento que sigue. Seguir a pesar de todo, incluso de la lesión.
Cuando Luciana y David narraban sus historias extraordinarias de lo cotidiano, esta pulsión de continuidad estaba presente en sus relatos, tanto en el contenido como en el modo de transmitirlo. Por ejemplo: en un ensayo Luciana cuenta, porque manda el texto, que está bailando en el escenario en una gala en Miami y se le sale un hombro haciendo un temps de flêche y que, sin más, lo acomoda en el siguiente temps de flêche. Cuenta esa anécdota misma mostrando el movimiento y mientras lo ejecuta se le sale el hombro, sin quererlo, y lo vuelve a acomodar. El pasado y el presente son una misma cosa y Luciana, que hace 30 años que es bailarina y que tiene un deseo gigantesco de ser actriz, pasa del relato a la acción con pericia y naturalidad. Sigue adelante. A los 5 años, a David se le reventó un tímpano y por eso es sordo de un oído y nos lo cuenta sin drama. Dice que desarrolló un sexto sentido, que aprendió a escuchar con la piel y luego se sienta al piano y toca Debussy como si nada le costara en la vida. Y sigue adelante. Lo que los dos hacen con la palabra en escena, más allá de lo que dicen, es el motor de nuestra historia.
Durante toda la carrera, los bailarines y las bailarinas son acompañados por las enseñanzas de sus maestros, algunos de forma presente, otros en forma de recuerdos. La voz de la autoridad tiene el peso de la sabiduría y se combina con otros conocimientos absolutos que se van adquiriendo a lo largo de la formación. Lo que se debe comer, lo que está prohibido, los prejuicios, la altura ideal para bailar, las condiciones físicas indispensables, las deficiencias de nacimiento que se pueden modificar con el trabajo y las que son inalterables y se enquistan como defectos definitivos. Esa voz se vuelve interior, por momentos los contiene, por momentos los atormenta. Para recrearla en escena inventamos un personaje en off al que llamamos La Máquina de Opinar y que interpreta Ale Quesada de forma genial. La Máquina no solo opina, también ordena, organiza y los interroga en vivo.
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La obra se trabajó en una residencia del Centro Cultural 25 de Mayo, y en noviembre del 2020, cuando volvía la actividad teatral, fue instalada en la sala redonda de ese teatro, una de las más bellas de la ciudad. Pasamos brutalmente de la experiencia bidimensional a un espacio circular, de vernos fragmentados en Zoom a vernos completos (o casi, porque los barbijos taparon una parte fundamental de nosotros) en vivo y en 360º.
Inesperadamente, la parte más delicada de la obra fue hacer que los bailarines bailen. ¿Qué danza estaría a la altura del texto? ¿Cómo esquivar la solemnidad del ballet? ¿Con qué movimientos acompañar el relato de incertidumbres? ¿Y si se lesionaban bailando? ¿Qué debería decir la coreografía? ¿Y si no dice nada?
La música de Diego Voloschin, nuestro compositor, jugó un rol central. En su libro How Music Works, David Byrne cuenta de una forma simple la historia de la composición y bromea acerca de la música que se consume del cuello para arriba (la “culta”) y la que se consume del cuello para abajo (la bailable). Para nuestro trabajo escénico, donde la división entre cabeza y cuerpo había sido un mal de época y al mismo tiempo, porque no teníamos más remedio, una estrategia de trabajo, armamos entonces una cabeza con Debussy, Satie, Schumann y Schubert y un cuerpo con tres composiciones electrónicas de Diego.
Trabajamos con Luciana y David las coreografías por separado, en un proceso de intimidad absoluta, casi como si allí, en la danza, terminaran de desnudarse completamente. Los movimientos de cada uno fueron creados, debatidos y ejecutados al final del recorrido, cuando ya nos lo habían contado todo. Y para la coreografía final, donde bailan juntos, la consigna fue una propuesta indecente: a ellos, que son dioses griegos en escena, que tienen la técnica y las líneas y la precisión, que son bailarines del Colón, que todo lo pueden, les pedí que bailen mal. Pero era una trampa, porque para el ballet lo que está bien tiene un sentido único y lo que está mal puede ser divergente, entonces aparecieron muchas formas de bailar mal: ridículo, torcido, innecesariamente riesgoso, sin fuerza, con demasiado vigor, descoordinado y coordinado a destiempo. Y como Luciana y David tienen encendida la pulsión de mostrar, facilidad para contar con el cuerpo y con las palabras y una belleza inherente que los vuelve irresistibles, bailaron maravillosamente en la pluralidad del mal. Hilvanaron el cuerpo físico, el histórico y el emocional, salieron a contarse a ellos mismos liberados de la Máquina interior que les opina la existencia, rotas las cadenas del prejuicio, desnudos del artificio, como fieras sueltas.
Dos bailarines desnudos se puede ver todos los lunes de abril y mayo a las 20:30 en el CC25 de Mayo, Av. Triunvirato 4444, CABA. Entradas en Alternativa Teatral. Intérpretes: Luciana Barrirero y David Gómez / Dramaturgia y voz en off: Alejandro Quesada / Producción: Felicitas Oliden / Música: Diego Voloschin / Escenografía e iluminación: Santiago Badillo / Video: Alejandro Giuliani / Vestuario: Victoria Naná / Entrenamiento vocal: Natasha Sterman / Asistencia de producción: Lucila Bernabey / Dramaturgia y dirección: Florencia Werchowsky.
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