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Más que un cuerpo bonito

Por Gustavo Friedenberg


Las artes escénicas están entre los incontables que nos privó la pandemia. Con distintos resultados, los artistas de danza y teatro se dedicaron a producir una variedad de creaciones audiovisuales que puso en evidencia la imperiosa necesidad de expresarse. Dos bailarines desnudos no es acerca de la pandemia pero sí refleja esa irrefrenable necesidad de decir, y vale la pena escuchar esos cuerpos bailar.

Ya hace tiempo que en nuestra ciudad comenzó a circular una importante cantidad de obras relatadas en primera persona y de corte testimonial. Si el FIBA sirve como vidriera de tendencias, la curaduría de 2020 dejó muy en claro su interés en este género que vuelve dramática la experiencia personal a la vez que coquetea en un borde filoso y confuso con la ficción; estas producciones tampoco faltaron en la edición 2021, cuando se estrenó esta pieza.

Es que la danza no ha quedado por fuera de las indagaciones de esta forma de dramaturgia. Florencia Werchowsky lo hace en ‘Dos bailarines desnudos’, obra de su autoría y dirección, que da cuenta de su notable crecimiento en la capacidad de plasmar en escena, respecto de trabajos anteriores con temática relacionada.

Impulsada tal vez por el entusiasmo de revelar el asombroso proceso de transformación y sacrificio implicados en la formación del bailarín profesional, en esta producción desnuda una impactante lista de vicisitudes implicadas en el oficio de la danza, que incluyen lesiones, traumas, miedos y la consabida batalla contra el peso y los estereotipos físicos arraigados al ballet.

El texto es atrapante y la puesta aprovecha con inteligencia la singularidad de la sala ovalada del Centro Cultural 25 de Mayo; tan singular como Luciana Barrirero y David Gómez, los intérpretes sobre los que Werchowsky crea su obra. Y es que hay algo particularmente inquietante en la cercanía del espectador con esos cuerpos atravesados por un entrenamiento tan intenso y específico que, habitualmente, sólo vemos a la distancia en grandes salas como las del Teatro Colón, casa habitual de nuestros protagonistas. A veces más fríos, por momentos totalmente relajados y compenetrados en su relato, los bailarines construyen una narrativa acerca de sus propias vidas, sus ilusiones y frustraciones; una historia que resulta hipnótica porque ambos parecen descubrirse a sí mismos al tiempo que lo hacen para el espectador, y esa promesa de honestidad deviene hoy un bien invaluable.

Con trazos visibles de influencia literaria (Werchowsky es también escritora) hay un narrador omnisciente con la voz de Alejandro Quesada, que además es el dramaturgo, y que desde una irónica neutralidad ayuda a alivianar la cruda realidad de la vida de los bailarines; desde la angustia que provoca su inocente ejecución infantil hasta el peso de las decisiones adultas; todo aquello a lo que se enfrentan en un camino regido por el azar y una carrera contra el inevitable deterioro del cuerpo. Por eso se agradece el humor, como en la vida, y la construcción del drama justamente donde no hay dramatización.

Es posible que el espectador se quede con ganas de ver más “danza”, sin embargo, hay una evidente apuesta en ello: en el desnudo que no es desnudo -es otro desnudo- en la vida convertida en ficción, en el bailarín que necesita decirse, e incluso en todo aquello que podría ser bailar más allá de lo que conocemos como bailar, o de lo que esos cuerpos magníficos están preparados para hacer y ser.


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