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Nota en el diario Tiempo Argentino


Por Ivana Romero


En su primera novela, recién editada por Mondadori, la joven periodista y creativa publicitaria recrea parte de su infancia transcurrida en un pueblo patagónico en el que su padre, apasionado militante peronista, instaló un motel.


Cuando se mudó a Buenos Aires al terminar la secundaria, Florencia Werchowsky hablaba de vez en cuando de su infancia en el Cu-Cú: cómo el padre había construido de cero ese motel, el primero de aquel pueblo de Río Negro al costado de la Ruta 6; cómo las mucamas le preparaban tostados y ella se robaba de las habitaciones vacías los juegos descartables de cepillo, peine y pasta dental, o las botellitas de Tía María para decorar su casa de muñecas. “Tenía un anecdotario perfecto para animar fiestas aburridas”, asegura. En esas historias el protagonista era su padre, Ñanco, militante peronista convencido de que un hotel alojamiento era “el ne-go-ción”. También aparecían las empleadas chilenas, los clientes furtivos que se quedaban varados cuando había tormenta de nieve y la curiosidad de un pueblo cuando las doce habitaciones “con películas condicionadas, calefacción y una atención de primer nivel”, como decía la invitación original, abrieron lo más discretamente posible sus puertas.



Que esas vivencias se convirtieran en un libro suena lógico. Sobre todo porque la escritura no le es ajena. A los 21 –ahora tiene 34– Florencia se convirtió en periodista: trabajó en distintas secciones de Clarín, fue editora en la revista TXT, dirigió la D’Mode. “Pero una cosa es escribir cuando lo verosímil está afuera y otra, una historia que de alguna manera es la tuya”, dice. Esa historia es El telo de papá, editado por Mondadori. Como en todo relato autobiográfico, la palabra se encarga de empañar los recuerdos y transformarlos en ficción, en materia literaria. Entre los pliegues del relato se dejan ver, además, los ochenta posdictatoriales, los noventa menemistas y la doble moral de una clase media que no puede abandonar la culpa aunque tampoco el deseo. Pero, sobre todo, El telo de papá es una de esas historias escritas con gran sentido del humor, que se leen de un tirón en cualquier cama de casa o motel donde se viva o se esté de visita.


Florencia terminó de escribir este, su primer libro, en el DF mexicano, donde vive hace casi un año y trabaja como creativa publicitaria. “En la publicidad, que fue a lo que me dediqué cuando dejé el periodismo, te la pasás haciendo mil cosas a la vez… Además, estaba oxidada de escribir power points. El shock fue volver a concentrarme en una sola cosa. ¡Deseaba recibir un mail urgente! ¡Mi cuerpo lo necesitaba! Y encima, eso en lo que tenía que concentrarme era mi propia historia. Resultaba difícil, quizás porque yo nunca hice terapia. Así que siempre conté la anécdotas del telo como vividas por otra persona.”


En una entrevista, Manuel Puig contó que confiaba mucho en lo inconsciente, lo intransferible. Decía que la originalidad de un autor depende mucho de que esa zona suya se logre expresar.

Puig me encanta, entre otras cosas por esa originalidad que él tenía para relatar lo cotidiano. Esta historia, obviamente, no la escribió la misma nena que las había vivido. Tuve que acordarme de cosas: qué sentía, qué pasaba, cómo eran los colores, los olores… Esa reconexión fue rara, como reencontrar a tus amigos de la primaria en Facebook.


¿Ahí comenzó el proceso de escritura?

Sí, más o menos. Tenía una línea de tiempo hecha con lápiz, como en la primaria, con los hechos y los contextos que me interesaba contar y, en algunos casos, también ficcionar. Además, tenía escritos unos párrafos en word. Se los mostré a Marcelo Panozzo, editor de Random House, que además había sido mi editor en algunas redacciones, y me dijo que le diera para adelante. Marina Mariasch me ayudó a encontrar un tono, un ritmo. Y lo demás, bueno, fue sentarse y escribir.


A los ocho años, en la escuela, te vieron besándote con un nene y alguno te gritó: “¡Andá al telo de tu papá, puta!” ¿Cómo era esa convivencia con el oficio atípico de Ñanco?

No sufrí, aunque sí me las ingeniaba para dar algunas vueltas y no decir a qué se dedicaba él. Pero en un lugar chico es difícil ocultar esas cosas. Así que terminé aprovechando ese estado de excepción, que me hacía sentir especial. En la época pre Internet, los chicos armábamos unas teorías fabulosas sobre la sexualidad de los adultos. Yo me las inventaba todas. Y como mi papá tenía un telo, sonaban muy creíbles.


También escribís sobre la militancia de tu papá, desde que hacía reuniones clandestinas con globos para que los milicos pensaran que estaban de cumpleaños hasta la visita de Menem en el ’89 al pueblo y el posterior desencanto de esa época.

El mantra que se escuchaba en casa era un mantra peronista. Creo que mi papá es más peronista que dueño de telo. A pesar de que tuvo muchas desilusiones políticas, hay una fidelidad a sus convicciones que ha mantenido a lo largo del tiempo. Me parece que, antes que nada, es un militante de la justicia social.


¿Cómo se reformuló tu vida cuando fuiste aceptada como parte de la escuela de ballet del Colón y te mudaste a Buenos Aires?

Si a una nena de once años, como era yo, le preguntás si quiere ser bailarina del Colón, seguro te dice que sí. Era maravilloso, como si te regalaran la casa de Barbie. Pero la realidad fue muy distinta. Ahora cambió mucho, por suerte. Al menos, ya no te piden que permanezcas virgen para que no te crezcan las caderas. Yo me sentí feliz hasta que fui creciendo. Así que a los diecisiete colgué las zapatillas, decidí volver al pueblo, terminar la secundaria y recién después de todo eso volví a Buenos Aires, ya más grande.


¿Qué opinaron Ñanco y Elena, tu mamá, sobre un texto donde se relatan cuestiones familiares de esas que no siempre se hablan en lo cotidiano?

Viajé algunas veces para entrevistarlos. Pasa que en los primeros borradores todos los personajes hablaban como yo y necesitaba que cada uno tuviera su propia voz. Pero seguían sin creer del todo que estaba escribiendo la novela. Después dejó de funcionar lo de las grabaciones porque mi mamá decía una cosa y mi papá contaba una historia distintísima. En un punto, fue mejor. Porque al fin armé el relato con lo que el relato mismo iba demandando. O sea, en algún momento, lo que pasó en la realidad deja de ser lo más importante y lo que interesó es eso que le pasaba a los personajes en el contexto de la escritura. Al fin, cuando vieron el libro, se emocionaron.


¿Y cuál fue la repercusión del libro en tu pueblo?

La de algo que es parte de una historia común. Para mis amigos, el telo es un lugar célebre, a pesar de que sea un poco viejo y tenga un nombre bizarro como Cu-Cú, que da para todo tipo de chistes. A mi mamá el nombre no le gustó nunca. Pero el libro, sí.



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