Hasta el martes pasado, Paloma Herrera fue todos los días a trabajar a uno de los edificios más hermosos de la Ciudad que, no casualmente, aloja un patrimonio tan valioso como intangible: el Teatro Colón es su carcasa y también es todos los artistas que forma, que contrata y que exhibe. Paloma, por caso, fue alumna del Instituto Superior de Arte del Colón –el ISA– hasta que a los 15 años se instaló en Nueva York y allí, a los 19, fue nombrada primera bailarina del American Ballet Theatre. Desde entonces dio la vuelta al mundo varias veces encantando en cada escenario que pisó hasta que se retiró, a los 40, y aceptó venir a dirigir nuestro Ballet Estable. Siempre es válido recordarlo: el Teatro Colón es una institución estatal financiada con los impuestos de quienes habitamos la Ciudad de Buenos Aires y sus artistas son, por lo tanto, empleados públicos. Como tales, gozan de estabilidad, vacaciones pagas y algunos pocos derechos adquiridos relativos a su tarea. Y se jubilan a los 60 y 65, como cualquier empleado público hijo de vecino. Algunos esperan mansamente en sus casas a cumplir la edad requerida, otros se reubican en tareas para las que no fueron formados y que muchas veces no tienen que ver con la actividad artística, otros prefieren agarrar los magros –a veces hasta el insulto– retiros voluntarios y rehacer sus vidas como pueden. Esta particularidad es, probablemente, la base del conflicto sistémico que llevó a Paloma a renunciar a su cargo. Como dijo en la carta con la que comunicó su dimisión: “Es de público conocimiento que de la planta de 100 bailarines del Teatro, a duras penas los que trabajan llegan a 50”. Pocas compañías del mundo cuentan con estas condiciones laborales, mucho menos el ABT, donde los contratos son por temporada y los bailarines pasan algunos meses al año a la deriva, sin la contención de la institución para la que trabajan. Paloma se chocó, entonces, después de una carrera desarrollada en Estados Unidos y signada por la épica personal, con nuestro paradigma estatal-colectivo.
Aún para las personas que nunca entraron al Colón, que nunca vieron ópera, ballet o fueron a un concierto, ni se apuntaron en las visitas guiadas, el Teatro representa nuestro potencial como nación, es nuestra promesa de excelencia, nuestro lugar en la cultura del mundo. Esta es su función principal: lo que representa como icono nacional, más allá de lo que se presenta en su escenario, al que accede –por razones que van desde los precios de sus entradas a una idea de arte de élite– un porcentaje bajísimo no solo de los argentinos sino de los porteños que lo sostienen. Podemos enorgullecernos de los artistas que somos capaces de formar allí, como Marianela Núñez, primera bailarina en el Royal Ballet; Daniel Proietto, bailarín y coreógrafo contemporáneo que descolla en los teatros de Europa; Ludmila Pagliero, étoile de L’Opera de Paris; Herman Cornejo, primer bailarín del ABT o la misma Paloma, de una generación más cercana a otros dos grandes: Julio Bocca y Maximiliano Guerra. Todos forman parte de nuestra categoría favorita: argentinos triunfando en el exterior. Son muchísimos los bailarines y las bailarinas que exportamos, es decir, que se van. Y luego están los que se quedan, no menos valiosos, no menos entrenados, en absoluto menos talentosos. Las diferencias entre unos y otros suelen ser accidentes biográficos, oportunidades aprovechadas, acceso, familias decididas a dejarlo todo por la carrera de la nena o del nene. Somos una cantera inagotable de talento en la adversidad, somos capaces de no saldar jamás la brecha entre los argentinos que triunfan en el exterior y los que pelean por sus condiciones laborales en nuestro país. Idem científicos, ídem deportistas.
Ya nadie cree en la promesa del arte impoluto que cierto imaginario todavía retrata al hablar de las y los bailarines clásicos: hadas, cisnes, puntas de pie, los sacrificios que se redimen con el sueño cumplido. Para haber llegado a formar parte del Ballet Estable, los bailarines y bailarinas debieron entrenarse desde niños, en general se formaron en el ISA, como Paloma y todos los arriba mencionados, tomando clases por la mañana, y luego en estudios privados, por la tarde. Todos se convirtieron, de algún modo, en extraños en sus entornos familiares o escolares, aprendieron a lidiar con el dolor del cuerpo, con la disciplina y con las exigencias de un trabajo de adultos siendo chicos.
Los bailarines y las bailarinas en nuestro Teatro Colón son, tal vez como en ningún otro teatro público del mundo, miembros de la controversia política-social-cultural de la agenda diaria. Están atravesados por el debate, organizan huelgas en el escenario, cada tanto abrazan simbólicamente a su amada carcasa y son solidarios con los y las bailarinas que desde fuera de la institución pelean por una ley nacional de la danza. El Colón es, también en este sentido, un símbolo nacional.
Vale hacerse la pregunta sobre las razones que, como ciudadanos, nos impulsan a seguir manteniendo un proyecto tan caro y exclusivo. Es de suponer que las autoridades se lo planteen cada tanto y que generalmente, entre voces encontradas, lleguen a la conclusión de que el Teatro Colón no existiría si no fuese estatal. No habría Ballet Estable ni Paloma Herrera ni argentinos brillando afuera por nosotros. Es un proyecto económicamente deficitario, y por eso mismo, por estar al margen de la utilidad y aún así seguir generando artistas extraordinarios, es que vale su peso en oro.
FW
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